La familia de la fe
Sinclair B. Ferguson
Un hogar afectuoso, bien organizado y amantemente disciplinado proporciona el mejor comienzo posible a una vida. Tener unos padres que nos eduquen y hermanos y hermanas con quienes compartimos nuestras experiencias de crecimiento es uno de los mayores tesoros de la vida.
No nos debería sorprender entonces que la Iglesia (que es el ambiente en que crecemos como hijos espirituales) se vea en el Nuevo Testamento como una familia. Jesús mismo pensó en ella de esta manera, refiriéndose a los discípulos que hacían la voluntad de Dios como su “hermano y hermana y madre”, esto es, como su propia familia (Marcos 3:35). La Iglesia es la “la familia de la fe” (Gálatas 6:10; Efesios 2:19), la familia de Dios. Aquí la regla de oro es la del amor mutuo (cf. Juan 15:12,17; Romanos 13:8; Efesios 5:2; 1 Tesalonicenses 4:9; 1 Pedro 1:22; 1 Juan 3:11-23; 4:7-12).
¿Pero qué sucede en este ambiente de amor? ¿Cómo nos afecta y fomenta el crecimiento espiritual de la vida en la familia de Dios? Por un lado, los otros nos ministran mediante los dones que Cristo les ha dado. Hay muchos dones espirituales diferentes en la Iglesia mediante los que recibimos enseñanza, ánimo y guía sabia (Romanos 12:4-8; 1 Corintios 12:4-7; Efesios 4:11 y ss.; 1 Pedro 4:7-11); pero todos tienen un propósito en mente: edificarnos (Efesios 4:16). Si no pensamos que necesitamos a otros (¡a algunos en particular!), hemos llegado a llenarnos de orgullo y comenzado a despreciar la sabiduría de Cristo; más que crecer, nos estamos encogiendo.
En la Iglesia también encontramos modelos que podemos seguir en nuestro propio desarrollo cristiano, y que son miembros de la familia de Dios en cuyas virtu-des y experiencias observamos el proceder de Dios con sus hijos. Pablo parece haber sentido la importancia de esto en la vida de su joven amigo Timoteo. Le escribe para animarlo a continuar perseverando en su vida y servicio cristianos
Pero tú has seguido mi enseñanza, conducta, propósito, fe, paciencia, amor, perseverancia, persecuciones, sufrimientos como los que me acaecieron en Antioquía, en Iconio y en Listra. ¡Qué persecuciones sufrí […]! Tú, sin embargo, persiste en las cosas que has aprendido y de las cuales te convenciste, sabiendo de quienes las has aprendido […] (2 Timoteo 3:10-14, énfasis añadido).
Timoteo, a su vez, había de ser “ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pureza […] Reflexiona sobre estas cosas; dedícate a ellas, para que tu aprovechamiento sea evidente a todos” (1 Timoteo 4:12-16). ¿Ves el modelo? Pablo había llegado a ser un modelo para Timoteo, no solamente en el contenido de su enseñanza, sino en su estilo de vida; en particular, en sus sufrimientos y en las formas en que el poder salvífico y preservador del Señor quedaba ilustrado en su vida. Timoteo, a su vez, había de ser un modelo a otros cristianos. Así, en la Iglesia, la familia de la fe, miramos a otros creyentes y oramos: “Señor, obra esas mismas virtudes en mi vida”, o: “Señor, tú les has sostenido maravillosamente en circunstancias difíciles, y tú eres capaz de hacer lo mismo por mí”.
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