Introducción: La legitimidad y el uso de las confesiones
El año 1989 marca el 300 aniversario de la publicación de la Segunda Confesión de Londres (también conocida como la Confesión de la Asamblea o La Confesión Bautista de Fe de 1689. Si bien fue escrita y publicada anónimamente en 1677, tras la ascensión de Guillermo y María al trono de Inglaterra y la Ley de Tolerancia, los bautistas particulares de Inglaterra se reunieron en asamblea pública, firmaron la Confesión y la volvieron a publicar para la consideración del público cristiano. La Confesión de Westminster de 1647 fue utilizada como la estructura básica de la Segunda Confesión de Londres, si bien con modificaciones. Algunas de estas modificaciones fueron obra de los que redactaron la confesión; otras se adoptaron a partir de la Declaración de Saboya publicada por los independientes en 1658 y de la Primera Confesión Bautista de Londres de 1644. El propósito de este método fue mostrar, siempre que fuera posible, la continuidad de la fe que existía entre los bautistas particulares y sus otros hermanos reformados en Gran Bretaña. En la actualidad, los bautistas reformados tienen en alta estima la Segunda Confesión de Londres y muchas de las iglesias continúan considerándola como su declaración oficial de fe.
El entusiasmo que muchos sienten hacia las grandes confesiones reformadas, sin embargo, no es compartido por todos. Por desgracia, vivimos en una era que no tiene en cuenta los credos o que está aun en contra de los mismos, y que está marcada por el relativismo existencial, el antiautoritarismo y el aislacionismo histórico. Muchos cristianos profesantes consideran los credos y las confesiones de fe como tradiciones humanas, preceptos de hombres, meras opiniones religiosas. Hablando acerca de su tiempo, Horatius Bonar dijo: ‘Cada nueva expresión de escepticismo, especialmente sobre temas religiosos, y por parte de hombres nominalmente “religiosos”, es saludada como otro bramido de esa tormenta que ha de enviar todos los credos al fondo del mar; se observa el flujo de la marea no por la aparición de la verdad por encima de las aguas, sino por la inmersión del dogma. Nada se objeta a cualquier libro o doctrina o credo que deje a los hombres en libertad de adorar el dios que quieran; pero a cualquier cosa que determine su relación con Dios, que infiera su responsabilidad por su fe, que implique que Dios ha anunciado autoritativamente lo que se ha de creer, se objeta con protestas en nombre de la libertad injuriada’.1
Nos preguntamos qué diría Bonar hoy. Aquellos que defienden a conciencia las grandes confesiones reformadas son considerados como anacrónicos, si no como enemigos de la fe y de la Iglesia. En algunos círculos somos censurados y evitados; y si intentamos convencer a otros de los beneficios de un cristianismo confesional y de los peligros del latitudinarismo doctrinal, se nos estigmatiza como si estuviéramos infectados de ‘credismo’ progresivo, el equivalente teológico y eclesiástico de la lepra. En semejante clima, es importante que los que amamos las confesiones reformadas tengamos ideas claras acerca de la legitimidad de las confesiones y de sus muchos usos beneficiosos.
A. La legitimidad de las confesiones
La Biblia dice que la Iglesia es ‘columna y baluarte de la verdad’ (1 Ti. 3:15). El término stulos (columna) se refiere a una columna que sostiene un edificio; y hedraioma (baluarte) se refiere a la base o fundamento de una estructura. La ‘verdad’ a que se refiere el texto es la revelación que Dios hizo a los hombres, esto es, esa revelación especial que comenzó en el Edén y que concluyó con el establecimiento del Nuevo Pacto, esa revelación que tiene como su centro focal ‘el misterio de la piedad’, el Evangelio de Jesucristo (1 Ti. 3:16).
Al llamar a la Iglesia ‘columna y baluarte de la verdad’, la Biblia nos enseña que la revelación que Dios ha dado para la salvación de los hombres ha sido confiada a la Iglesia, esto es, a una institución que fue designada y planeada por Dios para conservar pura la verdad, para defenderla contra el error y contra los ataques de sus enemigos, y encomendarla, sin diluir ni adulterar, a las generaciones futuras. La Iglesia fue creada como una sociedad humana ordenada por Dios para el sostenimiento y la promoción de la verdad revelada en el mundo. Esto, desde luego, hace que la Iglesia sea indispensable, tan indispensable como la columna o fundamento de una casa.
En el desempeño de su deber (tanto hacia los que están dentro de la Iglesia como hacia los que están fuera) como ‘columna y baluarte de la verdad’, entre otras cosas, la Iglesia ha publicado confesiones de fe, una actividad que históricamente ha considerado como un medio legítimo para el cumplimiento de su deber. Pero siempre que la Iglesia ha publicado tales normas confesionales, se han levantado voces que han cuestionado la legitimidad de haberlo hecho. Se han suscitado dos objeciones básicas.
1. Algunos arguyen contra la legitimidad de las confesiones sobre la premisa de que las confesiones de fe minan la sola autoridad de la Biblia en asuntos de fe y práctica.
Se oye con frecuencia el clamor: ‘Ningún credo sino la Biblia.’ En algunos casos, esta afirmación es digna de respeto, pues algunos parecen estar genuinamente motivados por el reconocimiento de que la Biblia ocupa un lugar singular en la regulación de la fe y vida de la Iglesia. Sin embargo, es ingenuo creer que la Iglesia cumple plenamente su deber como columna y baluarte de la verdad proclamando que cree en la Biblia. La mayoría de los herejes están dispuestos a decir lo mismo. Un escritor proclama: ‘Para alcanzar la verdad, debemos desechar los prejuicios religiosos… Debemos dejar que Dios hable por sí mismo… Apelamos a la Biblia para la verdad.’ El problema de esta declaración, por supuesto, es que está tomada de Sea Dios veraz, publicado por los Testigos de Jehová.2
En el mismo sentido, consideremos las observaciones de Samuel Miller sobre el Concilio de Nicea: ‘Cuando el Concilio comenzó a examinar el tema [de la idea de Arrio sobre la divinidad de Cristo], resultó extremadamente difícil obtener de Arrio una explicación satisfactoria de sus ideas. No sólo estaba tan dispuesto como el teólogo más ortodoxo allí presente a profesar que creía en la Biblia, sino que se declaraba dispuesto a adoptar, como suyo, todo el lenguaje de las Escrituras, en detalle, concerniente a la persona y el carácter del bendito Redentor. Pero cuando los miembros del Concilio quisieron averiguar en qué sentido entendía ese lenguaje, evidenció una disposición a evadir y equivocar y, de hecho, durante bastante tiempo, dificultó los intentos de los más ingeniosos de los ortodoxos por especificar sus errores y sacarlos a la luz. Declaró que estaba completamente dispuesto a emplear el lenguaje popular en el tema de controversia; y quiso que se creyera que difería muy poco de la generalidad de la Iglesia. Por consiguiente, los ortodoxos examinaron los distintos títulos de Cristo que expresan claramente la divinidad, tales como “Dios” -”el verdadero Dios”, la “imagen misma de Dios”, etc.- cada uno de los cuales Arrio y sus seguidores suscribieron de buena gana: reclamando el derecho, sin embargo, de poner su propia construcción sobre los títulos bíblicos en cuestión. Tras emplear mucho tiempo e ingeniosidad en vano, procurando sacar a rastras a este habilidoso ladrón de sus escondrijos, y para obtener de él una explicación de sus ideas, el Concilio se dio cuenta de que sería imposible cumplir su objetivo tanto en cuanto le permitieran atrincherarse tras una mera profesión general de fe en la Biblia. Hicieron, pues, lo que el sentido común, al igual que la Palabra de Dios, había enseñado a hacer a la Iglesia en todos los tiempos anteriores, y lo único que puede capacitarla para detectar al habilidoso defensor del error. Expresaron, en su propio lenguaje, lo que suponían ser la doctrina de la Escritura concerniente a la divinidad del Salvador; en otras palabras, redactaron una Confesión de Fe sobre este tema, que invitaron a Arrio y a sus discípulos a suscribir. Los herejes rehusaron hacerlo: y se les hizo reconocer prácticamente que no entendían las Escrituras como el resto del Concilio las entendía y, desde luego, que la acusación contra ellos era correcta.’3
Una confesión de nuestra lealtad a la Biblia no es suficiente. Las negaciones más radicales de la verdad bíblica coexisten frecuentemente con un profesado reconocimiento de la autoridad y el testimonio de la Biblia. Cuando los hombres utilizan las palabras mismas de la Biblia para promover la herejía, cuando la Palabra de verdad es pervertida para servir al error, nada menos que una confesión de fe sirve públicamente para trazar las líneas divisorias entre la verdad y el error.
Si les concediéramos a nuestras confesiones un lugar igual al de la Biblia en autoridad, socavaríamos la sola autoridad de la Biblia como reguladora de la fe y la práctica de la Iglesia. Este, sin embargo, no era el propósito de los que trazaron las normas reformadas. Ellos reconocieron el lugar único de la Biblia, reconocieron ser hombres falibles, y reflejaron estas perspectivas en las confesiones mismas. Nótense las declaraciones de la Confesión Bautista de 1689: ‘La Santa Escritura es la única regla suficiente, segura e infalible de todo conocimiento, fe y obediencia salvadores’ (1:1). ‘Todo el consejo de Dios tocante a todas las cosas necesarias para su propia gloria y para la salvación del hombre, la fe y la vida, está expresamente expuesto o necesariamente contenido en la Santa Escritura; a la cual nada, en ningún momento, ha de añadirse, ni por nueva revelación del Espíritu, ni por las tradiciones de los hombres’ (1:6).
Las grandes confesiones reformadas no pretenden convertir en verdad algo que no fuera verdad anteriormente; ni se proponen obligar a los hombres a que crean algo que no estén ya obligados a creer sobre la base de la autoridad de la Escritura.
Un credo o confesión es simplemente una declaración de fe (credo significa ‘creo’); y como tal no disminuye más la autoridad de la Biblia que decir: ‘Creo en Dios,’ o ‘creo en Cristo,’ o ‘creo la Biblia.’ Los que dicen no confesar otro credo que la Biblia, en realidad tienen un credo, aunque no esté escrito. El profesor Murray argüía: ‘En la aceptación de la Escritura como la Palabra de Dios y la regla de fe y vida, se halla la declaración confesional incipiente y básica… [puesto que excluye] todas las demás normas de fe y conducta. Pero ¿por qué debería restringirse la declaración confesional a la doctrina de la Escritura?’4
Si los adherentes a las doctrinas y prácticas heréticas y sectarias son excluidos de la lista de miembros de una iglesia local, si los oficiales y miembros deben sostener ciertas doctrinas como verdad, entonces ipso facto existe un credo comúnmente reconocido. En todas las iglesias, el credo es tan real como si cada miembro tuviera un ejemplar impreso. Sin embargo, según los principios no confesionales, todos deberían ser recibidos sin discriminación, tanto en cuanto puedan decir: ‘Creo la Biblia.’
La verdad es que los que más vigorosamente se oponen a las confesiones de fe utilizan sus credos no publicados en sus procedimientos eclesiásticos y son exactamente tan ‘confesionales’ como los confesionalistas a quienes arengan. Thomas y Alexander Campbell pensaron poder eliminar los males de lo que ellos denominaban ‘sectarismo’ congregando una comunión cristiana sin un credo humanamente construido, sin ningún vínculo excepto la fe en Jesús como Salvador y una profesada determinación a obedecer su Palabra. Argüían que el problema de la Iglesia visible era que estaba dividida y que los credos y confesiones eran la causa. Los frutos de sus esfuerzos, las así llamadas ‘Iglesias de Cristo’, están entre las congregaciones más sectarias y ‘confesionales’ que se hallan en cualquier lugar.
A los que están preocupados porque las confesiones minen la autoridad de la Biblia, les decimos sin reservas que la base final de la fe y práctica cristianas es la Biblia, no nuestras confesiones de fe. Pero esto no significa que sea ilegítimo para los que están de acuerdo en sus juicios en cuanto a las doctrinas de la Biblia el expresar ese acuerdo de forma escrita y considerarse comprometidos a caminar según la misma regla de fe. Como A.A. Hodge observó: ‘La verdadera cuestión no es, como se pretende a menudo, entre la Palabra de Dios y el credo del hombre, sino entre la fe probada y comprobada del cuerpo colectivo del pueblo de Dios, y el juicio particular y la sabiduría aislada [sin ayuda externa] del que repudia los credos.’5
2. Otros arguyen contra la legitimidad de las confesiones sobre la premisa de que las confesiones de fe son inconsecuentes con la libertad de conciencia delante de Dios. Dos clases de personas arguyen de esta manera.
En primer lugar, algunos de los que dicen esto consideran toda autoridad, tanto bíblica como confesional, como perjudicial en cuanto a la libertad de sus conciencias. Habiéndose rebelado contra la norma superior de la Biblia, no es un misterio que se irriten por estar bajo la autoridad inferior de una confesión; habiendo escupido el camello, no es asombroso que se libren del mosquito con tanta facilidad. Tales personas consideran la ‘libertad de pensamiento’ y la ‘libertad de investigación’ como su derecho de primogenitura. Sin embargo, en lugar de desear ser libres para que sus conciencias sigan la Escritura (que es lo que afirman como su motivación), realmente quieren ser libres de las restricciones de la Biblia en cuanto a la formación y propagación de sus opiniones religiosas.
Shedd llamaba a tales personas ‘fanáticos latitudinarios’, quienes en realidad odian la precisión, no aman la libertad, y que desean imponer a todos su fanatismo latitudinario.6 Miller observaba: ‘Siempre que un grupo de personas comenzaba a deslizarse, con respecto a la ortodoxia, generalmente intentaban romper, si no ocultar, su caída, despotricando contra los credos y las confesiones.’7 Al comienzo de sus protestas, tales personas generalmente profesan lealtad a las doctrinas de la confesión pero no al principio de las confesiones. El tiempo generalmente pone en evidencia su hipocresía. ‘Los hombres raramente se oponen a los credos hasta que los credos se oponen a ellos.’8 Con respecto a tales personas, sólo podemos decir que, tanto en cuanto sus conciencias no estén ligadas por la Palabra de Dios, una confesión de fe no les hará ningún daño, ¡excepto denunciarlos como hipócritas o herejes!
En segundo lugar, para otros, la objeción basada en una apelación a la libertad de conciencia es meramente un corolario a la objeción anterior, es decir, la preocupación por la autoridad de la Escritura. Estas personas parecen sinceramente estar procurando defender la premisa de que la conciencia ha de estar ligada únicamente por la autoridad de la Palabra de Dios. A los tales les decimos que la confesión reconoce que solamente Dios es el Señor de la conciencia: ‘Sólo Dios es el Señor de la conciencia, y la ha hecho libre de los mandamientos y doctrinas de los hombres que sean en alguna manera contrarios a su Palabra o que no estén contenidos en ésta. Así que, creer tales doctrinas u obedecer tales mandamientos por causa de la conciencia es traicionar la verdadera libertad de conciencia, y el requerir una fe implícita y una obediencia ciega y absoluta es destruir la libertad de conciencia y también la razón’ (21:2).
Los temores con respecto a la libertad de conciencia estarían justificados si se requiriera suscribir una confesión sin que quien lo hiciera pudiera examinar los artículos de fe, o si se hiciera bajo la presión del castigo civil. Pero si alguien está persuadido de que el contenido de la confesión es bíblico y lo suscribe voluntariamente, entonces una confesión de fe no hace injuria a la conciencia. Un hombre tiene libertad en cualquier momento para renunciar a la confesión de la Iglesia si no puede ya suscribirla con una buena conciencia. Y tiene la libertad de unirse a una congregación donde pueda tener comunión con una buena conciencia.
Miller arguye correctamente que negar a un grupo de cristianos el derecho a trazar una confesión de fe y el derecho a suscribirla sería negarles la verdadera libertad de conciencia: ‘Sin duda, nadie puede negar que un grupo de cristianos tengan derecho, en todo país libre, a asociarse y andar juntos según los principios que escojan acordar y que no sea inconsecuente con el orden público. Tienen derecho a acordar y declarar cómo entienden las Escrituras; qué artículos en las Escrituras concuerdan en considerar como fundamentales; y de qué manera quieren que se conduzcan su predicación y política públicas, para la edificación de sí mismos y de sus hijos. No tienen derecho, ciertamente, a decidir y a juzgar por otros, ni pueden obligar a nadie a unirse a ellos. Pero es, sin duda, su privilegio juzgar por sí mismos; acordar el plan de su propia asociación; determinar sobre qué principios recibirán a otros miembros en su fraternidad; y establecer una serie de reglas que excluyan de su grupo a aquellos con quienes no pueden andar en armonía. La cuestión no es si hacen en todos los casos un uso sabio y bíblico de este derecho a seguir los dictados de la conciencia, sino si poseen el derecho en absoluto. Son, ciertamente, responsables por el uso que hagan de la misma, y solemnemente responsables ante su Señor en el cielo; pero, sin duda, no pueden ni deben ser obligados a responder ante el hombre. Es asunto de ellos. Sus semejantes no tienen nada que ver con ello, tanto en cuanto no cometan ningún delito contra la paz pública. Decidir lo contrario sería ciertamente un atropello contra el derecho al juicio privado.’9
En principio, cualquier aberración doctrinal o moral puede introducirse en la Iglesia bajo pretexto de la libertad de conciencia. Andrew Fuller declaró: ‘Hay una gran diversidad de sentimientos en el mundo con respecto a la moralidad al igual que con respecto a la doctrina: y, si es una imposición antibíblica aceptar cualesquiera artículos, [también] debe serlo excluir a alguien por inmoralidad, o aun amonestarle por ello; pues se podría alegar que él sólo piensa por sí mismo, y actúa en consecuencia. Tampoco acaba ahí la cosa: casi toda clase de inmoralidad ha sido defendida y puede disfrazarse y, así, bajo pretexto del derecho al juicio privado, la Iglesia de Dios se volvería como la madre de las rameras: “habitación de demonios y guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y aborrecible.”’10
De manera similar, B.H. Carroll argüía: ‘Una iglesia con poco credo es una iglesia con poca vida. Cuantas más doctrinas divinas pueda acordar una iglesia, tanto mayor será su poder y más amplia su utilidad. Cuanto menos sean sus artículos de fe, tanto menos serán sus vínculos de unión y cohesión. El clamor moderno: “Menos credo y más libertad,” es una degeneración de los vertebrados a las medusas, y significa menos unidad y menos moralidad, y significa más herejía. La verdad definitiva no da lugar a la herejía: solamente la denuncia y la corrige. Si se deja fuera el credo, el mundo cristiano se llenará de herejía insospechada y sin corregir, pero sin embargo, mortal.’11
Sencillamente expresado, las objeciones a la legitimidad de los credos discutidas en las páginas anteriores están infundadas. Las confesiones son un medio legítimo para que la Iglesia cumpla su tarea como ‘columna y baluarte de la verdad’.
B. Los usos de las confesiones
1. Una confesión es un medio útil para la declaración y defensa públicas de la verdad
La Iglesia ha de retener ‘la forma de las sanas palabras’ (2 Ti. 1:13), contender ‘ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos’ (Jud. 3), y estar firme ‘en un mismo espíritu, combatiendo unánimes por la fe del evangelio’ (Fil. 1:27). En el cumplimiento de esta tarea, una confesión es una útil herramienta para distinguir la verdad del error y para presentar sucintamente las doctrinas centrales de la Biblia de forma íntegra y en las debidas proporciones.
En primer lugar, una formulación confesional es parte de la tarea pública de enseñanza de la Iglesia. Una confesión de fe es una definición pública para los que están fuera de nuestras iglesias de las cuestiones centrales de nuestra fe, un testimonio al mundo e la fe que sostenemos a diferencia de los demás.
En segundo lugar, una confesión de fe es un instrumento útil en la instrucción pública de la congregación. Una confesión es un tratado breve de teología que puede utilizarse para dar a nuestra congregación una amplia exposición a la verdad, así como una cerca contra el error. Facilita grandemente la promoción del conocimiento cristiano y una fe discriminadora12 entre el pueblo de Dios y otros que asisten al ministerio público de nuestras iglesias, siendo asimismo una ayuda útil para el pueblo de Dios en la instrucción de sus hijos. Además, una confesión de fe sirve como marco, dentro del cual nuestra congregación puede recibir con conocimiento la predicación de la Palabra, así como para alertarla contra lo novedoso y lo erróneo, dondequiera que lo confronte.
2. Una confesión sirve de norma pública de comunión y disciplina
La Biblia considera la iglesia local no como una unión de aquellos que han acordado diferir, sino un cuerpo caracterizado por la paz y la unidad. La Iglesia ha de ‘guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz’ (Ef. 4:3). Sus miembros han de ser ‘unánimes’, es decir, de un corazón, alma, espíritu, mente y voz (Ro. 15:5,6; 1 Co. 1:10; Fil. 1:27; 2:2). Una confesión ayuda a proteger la unidad de una iglesia y a preservar su paz. Sirve como base de comunión eclesiástica entre los que están tan casi de acuerdo como para poder andar y trabajar juntos en armonía. Congrega a los que sostienen una fe común y los une en una comunión.
Jesús dijo: ‘…toda… casa dividida contra sí misma, no permanecerá’ (Mt. 12:25). ¿Pueden los calvinistas, los arminianos, los pelagianos y los unitarios orar, trabajar, tener comunión y adorar juntos en paz y con provecho, mientras que cada uno sostiene y promueve sus propias nociones de la verdad? ¿Quién dirigirá el culto o predicará? ¿Pueden los que creen que Jesús es Dios orar con los que consideran ese culto una idolatría? ¿Pueden los que profesan ser justificados por la fe en Cristo solamente tener comunión con los que creen lo contrario? ¿Pueden sentarse juntos a la misma mesa sacramental? ¿Pueden los que creen en la inspiración verbal y plenaria compartir el púlpito con los que niegan esa doctrina? La única manera en que los que difieren en asuntos esenciales pueden habitar juntos en armonía es imponer una moratoria a la verdad; de lo contrario, convertirán ciertamente ‘la casa de Dios en una triste Babel’.13
Como notamos anteriormente, todas las iglesias tienen un credo, ya sea escrito o entendido por sus miembros. Y todo hombre sabio, antes de unirse a una iglesia, deseará saber cuál es ese credo. Tiene derecho a saber lo que cree la iglesia y la iglesia tiene derecho a saber lo que él cree. Ahora bien, tener un credo no publicado como prueba de comunión es un desorden, por no decir una deshonestidad. Se deja que cada uno descubra el credo de la iglesia por sí mismo. Y la iglesia misma no tiene una manera fácil de discernir si los que solicitan la lista de miembros están en armonía con la fe común de sus miembros, puesto que lo esencial de su común fe no se particulariza en ningún lugar. Una confesión publicada facilita grandemente la evaluación de la posición doctrinal de la iglesia por parte de un posible miembro, y viceversa.
Una confesión de fe publicada provee también una norma doctrinal concisa para ser utilizada en la disciplina de la Iglesia. Hemos de fijarnos ‘en los que causan divisiones y tropiezos en contra de la doctrina que vosotros habéis aprendido, y que os apartéis de ellos’ (Ro. 16:17). Hemos de excluir a los que perturban la paz de la Iglesia mediante la falsa doctrina: ‘Al hombre que cause divisiones, después de una y otra amonestación, deséchalo’ (Tit. 3:10). Con objeto de cumplir su papel de guardar la pureza de su lista de miembros, la Iglesia debe tener una norma doctrinal, y esa norma debe publicarse abiertamente, pues los hombres tienen derecho a saber por qué particularidades serán juzgados. Requerir que la Iglesia ejerza disciplina contra el error doctrinal sin una confesión de fe publicada es requerir hacer ladrillos sin paja.
Nada menos que una confesión de fe satisface las demandas legítimas de una iglesia y sus miembros entre sí. Como observó James Bannerman: ‘Es el deber de la Iglesia… mediante una declaración formal y pública de su propia fe, dar a sus miembros la certeza de la ortodoxia de su profesión, y recibir la certeza de la de ellos.’14 Una iglesia sin confesión de fe podría igualmente anunciar que está preparada para dar cabida a toda clase de herejía que lleva a la condenación y ser terreno para los que son dados a cultivar la cosecha de lo novedoso. Una iglesia sin confesión de fe tiene el equivalente teológico y eclesiástico del SIDA, sin inmunidad alguna contra los vientos infecciosos de la falsa doctrina.
Y lo que es cierto de la vida dentro de la iglesia local es también cierto de la comunión entre iglesias locales. ¿Qué iglesia, que valora la preservación de su propia pureza doctrinal, así como su propia paz y unidad, podría tener una comunión segura con otra entidad, sin saber nada de su posición en cuestiones de verdad y error? Sin una política o fe definidas, tal iglesia no confesional podría ser fuente de contaminación en lugar de edificación. Bajo tales circunstancias, no podríamos abrir nuestros púlpitos o fomentar la comunión entre las congregaciones con una conciencia limpia.15
Antes de dejar el tema de los credos como normas de comunión y disciplina, hace falta decir una palabra por si algunos lectores sacan la conclusión de que esto significa que cada miembro debe tener opiniones avanzadas de la doctrina bíblica con objeto de obtener y mantener la lista de miembros en una iglesia confesional.
Nótese la observación de Andrew Fuller: ‘Si una comunidad religiosa acuerda especificar algunos principios importantes que consideran derivados de la Palabra de Dios, y juzga que creerlos es necesario para que cualquiera pueda llegar a ser o continuar siendo miembro de la misma, no se deduce que esos principios deban ser entendidos igualmente, o que todos los hermanos deban tener el mismo grado de conocimiento, ni tampoco que no deban entender ni creer ninguna otra cosa. Las posibilidades y capacidades de distintas personas son diferentes; una puede comprender más de la misma verdad que otra, y puede ampliar sus puntos de vista mediante una grandísima variedad de ideas afines; y, sin embargo, la sustancia de lo que creen pueden ser aún la misma. El objeto de los artículos [de fe] es distanciar no a los débiles en la fe sino a sus enemigos declarados.’16
3. Un credo sirve de norma concisa mediante la cual evaluar a los ministros de la Palabra
Los ministros de la Palabra han de ser ‘hombres fieles’ (2 Ti. 2:2), retenedores ‘de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza’ (Tit. 1:9). Hemos de estar en guardia contra los falsos profetas y apóstoles. Hemos de ‘probar los espíritus, si son de Dios’ (1 Jn. 4:1). No hemos de recibir a un hombre infiel en nuestros hogares o darle un saludo fraternal, para no ser partícipes de sus malas obras (2 Jn. 10).
No podemos obedecer estas amonestaciones recibiendo simplemente la confesión de que alguien cree la Biblia. Debemos saber lo que cree que la Biblia enseña acerca de las grandes cuestiones. Una confesión de fe hace relativamente fácil para la Iglesia inquirir acerca de la ortodoxia doctrinal de una persona en el amplio campo de la verdad bíblica. Sin una confesión de fe la evaluación que hace una iglesia de sus ministros es fortuita y superficial en el mejor de los casos; y la iglesia estará en gran peligro de imponer las manos a neófitos y herejes, todo porque no mide a los candidatos al ministerio por una norma amplia y profunda.
Y lo que es cierto en el reconocimiento que hace la Iglesia de sus ministros es doblemente cierto cuando reconoce a los profesores apartados para preparar hombres para el ministerio. No se puede sobrestimar el daño infligido a las iglesias por la negligencia al colocar hombres en la enseñanza teológica y darles la oportunidad de moldear las maleables mentes y almas de jóvenes candidatos al ministerio.
4. Las confesiones contribuyen a un sentido de continuidad histórica
¿Cómo sabemos que nosotros y nuestra congregación no somos una anomalía histórica, que no somos los únicos en la historia que han creído de esta manera? Nuestras confesiones nos atan a un precioso patrimonio de fe recibido del pasado y son un legado por el que podemos transmitir a nuestros hijos la fe de sus padres. Esto, desde luego, no es una cuestión secundaria. Un sentido de continuidad histórica contribuye grandemente a la estabilidad de una iglesia y al bienestar personal y espiritual de sus miembros.
C. Observaciones finales
1. El cristianismo moderno está inmerso en una inundación de relatividad doctrinal. A Satanás y sus huestes les agrada la imprecisión y la ambigüedad que están rampantes en nuestro tiempo. Spurgeon observó: ‘El archienemigo de la verdad nos ha invitado a allanar nuestros muros y a eliminar nuestras ciudades amuralladas.’17 Nos preguntamos qué diría Spurgeon si viviera hoy y pudiera ver hasta qué punto ha avanzado el declive.
Aquellos de nosotros que amamos estas antiguas normas tenemos el deber de contender ardientemente por la fe una vez dada a los santos. No deberíamos rendir nuestra confesiones sin luchar. Como dijo Spurgeon, hablando de la importancia de las confesiones: ‘Las armas que son ofensivas para nuestros enemigos no debería permitirse que se oxidaran.’18 Las grandes confesiones reformadas fueron forjadas en el yunque del conflicto por la fe y han ondeado como estandartes dondequiera que se ha librado la batalla por la verdad. Donde los hombres han abandonado estas declaraciones de la religión bíblica, donde las opiniones latitudinarias han reinado, la causa de Dios y la verdad ha sufrido grandemente.
Una reticencia a definir con precisión la fe que profesa creer es síntoma de que algo va terriblemente mal con una iglesia y su liderazgo. Es imposible que tal iglesia funcione como ‘columna y baluarte de la verdad’, pues no está dispuesta a definir o defender la verdad que profesa sostener. La realidad de la situación actual es que no son tanto las confesiones sino las iglesias las que están siendo probadas en nuestros días.
2. Periódicamente puede ser necesario revisar las grandes confesiones de fe. No deberíamos, sin embargo, revisarlas por cada capricho o con cada cambio de la moda teológica. Estos documentos no se produjeron precipitadamente y no deberían revisarse precipitadamente. Sin embargo, nuestras confesiones no son inherentemente sacrosantas ni están por encima de la revisión y la mejora; y, desde luego, la historia de la Iglesia no se detuvo en el siglo XVII. Actualmente somos confrontados por errores por los cuales los que redactaron las grandes confesiones no fueron enfrentados y a los que no se refirieron explícitamente en las confesiones. Así pues, puede juzgarse necesaria la revisión, pero es una tarea a realizar con extremo cuidado.
Si en nuestro tiempo nos encargamos de la revisión de nuestras confesiones, debemos estar decididos a ir contra el espíritu de mucha de la moderna construcción confesional. Las declaraciones doctrinales modernas se construyen con un propósito diferente al de las antiguas confesiones.
Machen observó en sus tiempos: ‘Los credos históricos excluían el error; tenían el propósito de excluir el error; tenían el propósito de expresar la enseñanza bíblica en claro contraste con lo que se oponía a la enseñanza bíblica, con objeto de preservar la pureza de la Iglesia. Estas declaraciones modernas, por el contrario, incluyen el error. Están diseñadas para dar lugar en la Iglesia a cuantas más personas y tipos de pensamiento como sea posible.’19
3. Al lado de nuestra apreciación por las grandes confesiones reformadas, debemos recordar que cada generación debe fundamentar su fe en la Biblia. La fe de las personas no debe estar arraigada sólo en una lealtad a la confesión. En nuestras iglesias debemos buscar hacer seguidores de Cristo, no simplemente bautistas, o presbiterianos o reformados. La confesión no debe convertirse simplemente en una tradición que se sostiene sin ninguna convicción personal arraigada en la Palabra de Dios. Como observó el profesor Murray: ‘Cuando cualquier generación se contenta con confiar en su patrimonio teológico y rehúsa explorar por sí misma las riquezas de la revelación divina, entonces el declive está ya teniendo lugar y la heterodoxia será la porción de la siguiente generación.’20
4. La cuestión de la honestidad sale a relucir cuando nos referimos al tema de las confesiones de fe. Tanto para las iglesias como para los individuos, suscribir una confesión ha de ser un acto caracterizado por la integridad moral y la veracidad. ¿Quién discutiría la premisa de que una iglesia debe ser fiel a sus normas publicadas o que una persona debe ser lo que dice ser? Tristemente, sin embargo, muchas iglesias se han apartado de su confesión mientras pretendían estar adheridas a las antiguas normas. Y muchos ministros pretenden ser leales a la confesión de su iglesia, cuando realmente objetan a (o tienen serias reservas mentales acerca de) artículos particulares de fe.
Cuando una iglesia se aparta de las antiguas sendas, si no quiere volver, que abjure públicamente de su confesión. Si bien nos puede doler ver tal deserción de la verdad, y aunque los enemigos de la verdad puedan aprovecharse de la oportunidad para calumniar y despotricar, es sin duda mejor y más veraz que el que la iglesia continúe en la hipocresía.
Y lo que es cierto de la vida colectiva es también cierto de la honestidad personal. Samuel Miller argüía que suscribir un credo es una transacción solemne ‘en la que debemos embarcarnos con mucha y profunda deliberación y humilde oración; y en la cual, si el hombre está obligado a ser sincero en algo, está obligado a ser honesto para con su Dios, honesto para consigo mismo y honesto para con la iglesia a la que se une.’21 Miller continúa diciendo: ‘En cuanto a mí, no conozco ninguna transacción en que la insinceridad es más justamente culpable del terrible pecado de “mentir al Espíritu Santo” que ésta.’22
Para terminar, debo apelar a los pastores. La mayoría de nosotros afirmamos adherirnos a una confesión antes de imponérsenos las manos. Hermanos, tenemos la solemne obligación ante Dios de andar en la unidad de la fe en la congregación en la que trabajamos. Si no podemos hacer esto honestamente, si nuestros puntos de vista cambian, deberíamos apartarnos y buscar un grupo al que podamos unirnos sin hipocresía. Si no estamos dispuestos a hacer esto, no somos irreprensibles e irreprochables; y, por tanto, estamos descalificados para el ministerio.
Robert Paul Martin
El Dr. Robert Paul Martin es miembro de la Trinity Baptist Church, Montville, New Jersey, EE.UU. y sirve como Decano Académico y Profesor de Teología Bíblica en la Trinity Ministerial Academy.
Referencias | Introducción
1. Del prólogo de Bonar a Catechisms of the Scottish Reformation, reimpreso como ‘Religion without Theology’, Banner of truth, junio 1971, pág. 37.
2. Citado por Kenneth L. Gentry, hijo, ‘In Defence of Credalism’, Banner of Truth, abril 1981, pág. 6.
3. Samuel Miller, The Utility and Importance of Creeds andConfessions (reimpreso por A. Press, 1987), págs. 33-35.
4. John Murray, Collected Writings of John Murray (Banner of Truth Trust), vol. 1, pág. 281.
5. A.A. Hodge, Comentario de la Confesión de Fe de Westminster (CLIE, 1987), pág. 1
6. W.G.T. Shedd, Orthodoxy and Heterodoxy (Charles Scribner’s Sons, 1893), págs. 167-8.
7. Miller, Utility and Importance of Creeds and Confessions, pág. 40.
8. Ibíd.
9. Ibíd., págs. 56-7.
10. Andrew Fuller, Complete Works (Holdsworth & Ball, 1832), vol. 5, págs. 221-2.
11. B.H. Carroll, Colosenses, Efesios y Hebreos en Comentario bíblico (CLIE, 1987), pág. 158.
12. John Murray observó: ‘En muchos círculos hoy, existe la tendencia a depreciar, si no a deplorar, el discernimiento en la definición teológica que la Confesión ejemplifica. Esta es una actitud que debe desaprobarse. Una fe creciente fundada en la finalidad de la Escritura requiere una mayor particularidad y no puede ser consecuente con las generalidades que dan lugar al error’ (Murray, Collected Writings, vol. 1, pág. 317).
13. Miller, Utility and Importance of Creed and Confessions, pág. 10.
14. James Bannerman, The Church of Christ (Banner of Truth Trust, 1960), vol. 1, pág. 296.
15. Cuando descubrimos que no hay un acuerdo absoluto entre nuestras confesiones, al menos podemos tener comunión con nuestros ojos abiertos a aquellas perspectivas que nos dividen.
16. Fuller, Works, vol. 5, pág. 222.
17. Citado por Williams Cathcart, ‘Creeds, Advantageous’ en The Baptist Encyclopaedia (Louis H. Everts), pág. 294.
18. Ibíd.
19. J.G. Machen, ‘Creed and Doctrinal Advance’, Banner of Truth, noviembre 1970).
20. Citado por Allan Harman, ‘The Place and Significance of Reformed Confessions Today’, Banner of Truth, enero 1973, pág. 28.
21. Miller, Utility and Importance of Creeds and Confessions, pág. 98.
22. Ibíd.