Sinclair B. Ferguson
Un cristiano es alguien que ha comenzado una vida nueva en Cristo. Pero al igual que la vida física, la vida espiritual debe desarrollarse también de una manera saludable. El cristiano es como un nuevo bebé que necesita crecer (1 Pedro 2:2).
A fin de ser los bebés saludables y normales que crecen hasta ser adultos, hemos necesitado alimento y nutrición, amor y cuidado, ejercicio para desarrollar nuestros músculos y un ambiente en que nos fortaleciéramos contra la enfermedad. La mayoría de nosotros, gracias a Dios, recibimos una buena porción de estas cosas; aquellos que carecen de ellas frecuentemente luchan durante la totalidad de sus vidas adultas por tratar de compensar privaciones en los días de su infancia. Lo mismo es frecuentemente cierto en cuanto a los cristianos; a menos que nuestra infancia y desarrollo temprano fueran saludables, nuestra edad adulta espiritual bien puede carecer de una madurez cristiana saludable. Consiguientemente, nuestro crecimiento cristiano puede detenerse y nuestras vidas carecer de equilibrio.
Este tratado explica brevemente cómo “Dios da el crecimiento” (1 Corintios 3:7). Pero antes de pensar en algunas de las formas en que crecemos espiritualmente, debemos hacer una pregunta más básica: ¿Hacia dónde crecemos? ¿Cuál es el resultado final? ¿Qué propósito tiene mi vida? Esas preguntas recibieron su más elocuente respuesta hace varios siglos en las famosas palabras del Catecismo Menor: “El fin principal de hombre es glorificar a Dios y gozar de Él para siempre”.
¿Cómo glorificamos a Dios? La respuesta breve de la Biblia es: creciendo más y más en la semejanza con Jesucristo.
Cuando aún era un niño pequeño, uno de nuestros hijos requirió un tratamiento dental especializado: el especialista insistió en sacarle cuatro dientes. Lo que nos alarmó fue que los dientes estaban en perfectas condiciones. ¡Pocos temores se pueden comparar con temer a un odontólogo loco! Pero, aparentemente, hacía falta más espacio en la boca de nuestro hijo para los dientes que aún habían de salir. Cuando mi esposa comentó con nuestro dentista de familia su preocupación de que el rostro de nuestro hijo parecía quedar encogido y deformado con cuatro dientes menos, éste la tranquilizó diciendo: “Es correcto; nuestros rostros se forman al crecer”.
Esto es exactamente lo que nos sucede espiritualmente, como cristianos. Hemos de llegar a ser como Cristo; cuando las personas que encontramos nos llegan a conocer, deberían ser capaces de ver un cierto parecido familiar entre nuestras vidas y la de Cristo. Pero al crecer adquirimos ese parecido familiar. Así Pablo explica que hemos de ser edificados y crecer hasta que lleguemos a ser maduros, “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13), de modo que “crezcamos en todos los aspectos en aquel que es la cabeza, es decir, Cristo” (Efesios 4:15). El propósito de Dios es que seamos “hechos conforme a la semejanza de su Hijo” (Romanos 8:29).
La madurez cristiana es “semejanza con Cristo”. El desarrollo cristiano consiste en que “nuestros rostros se forman al crecer”. Al mirar el rostro de Cristo, lo reflejamos en nosotros, y somos transformados en su semejanza (2 Corintios 3:18).
¿Pero cómo sucede esto?
En la vida física, el crecimiento depende de la nutrición, el ejercicio y un ambiente en que podamos desarrollarnos. Exactamente lo mismo es cierto en la vida cristiana si hemos de experimentar (¡y disfrutar!) una madurez espiritual saludable.
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