Emblemas de la gracia
Sinclair B. Ferguson
A la congregación de la Iglesia, el Señor Jesucristo ha dado dos “medios de gracia” adicionales, vehículos por los que Él bendice su pueblo. El primero de estos es el bautismo; el segundo es la Cena del Señor.
El Bautismo
En el bautismo cristiano, la señal del agua se utiliza para simbolizar la purificación del pecado que es nuestra mediante la unión y la comunión con Jesucristo. Fue inaugurado por Jesús mismo antes de su ascensión, y claramente se proponía que se administre dondequiera que el Evangelio se predique (véase Mateo 28:18-20).
Puesto que el bautismo nos marca como cristianos, este tiene un significado amplio, y nos indica dos verdades concretas:
(a)
Somos bautizamos hacia (no meramente en) el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cuando la fe comprende el significado del bautismo, nos damos cuenta de que se nos ha dado el mayor de todos los privilegios: la comunión con Dios. Somos suyos, y Él es nuestro: ¡para siempre! Su gracia no nos limpia del pecado simplemente como un fin en sí mismo, sino que nos hace aptos para su compañía a lo largo de la totalidad de nuestras vidas. El bautismo nos anuncia el gran y abrumador privilegio de la comunión con el Dios trino que guarda el pacto. Y porque el bautismo simboliza esto, nos llama al estilo de vida nuevo marcado por la fe y el arrepentimiento progresivos.
(b)
Somos bautizamos hacia Cristo Jesús. Como Pablo indica en Romanos 6:1-14, al comprender que esto es lo que se simboliza en el bautismo, somos llamados a reconocer que hemos sido unidos a Cristo en su muerte al pecado y en su resurrección a la vida nueva. No somos más lo que solíamos ser, puesto que “nuestro viejo hombre fue crucificado con Él [Cristo] para que […] ya no seamos esclavos del pecado” (Romanos 6:6).
El bautismo es una señal. Entendemos sus implicaciones solamente al comprender lo que significa y lo hacemos nuestro por la fe. Martín Lutero solía hacer esto cuando tenía dificultades en su vida cristiana. “Soy un hombre bautizado”, se decía a sí mismo, “en Cristo he entrado a una nueva creación; la vieja ha desaparecido, ha venido la nueva. ¡Por la gracia de Dios viviré así!”.
La Cena del Señor
La segunda señal es la Cena del Señor, que, como el bautismo, fue instituida directamente por Jesús.
En la Cena del Señor, se nos da pan partido y también vino. Simbolizan el cuerpo partido y la sangre derramada de la muerte de Cristo en sacrificio expiatorio por nosotros.
A diferencia del bautismo (que nos es hecho a nosotros), en la Cena participamos activamente. Tomamos y comemos el pan; recibimos y bebemos el vino. No contribuimos con nada, pero activamente recibimos todo de Cristo. Ciertamente, por medio de estas señales, Cristo manifiesta su amor por nosotros, y nosotros respondemos con fe, amor y gratitud. Tenemos comunión con Él.
Bien puede ser que ésta sea la idea cuando Jesús llama a la iglesia de Laodicea al arrepentimiento con esta bondadosa promesa: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Apocalipsis 3:20, énfasis añadido).
De esta manera, al igual que en el bautismo nuestra fe se dirige a nuestra nueva vida e identidad mediante la unión con Cristo, así en la mesa del Señor nuestra fe en Cristo se centra en el maravilloso privilegio de tener comunión mediante la comunión con Cristo.
Los cristianos estamos frecuentemente presentes en cultos en los que se administran el bautismo y la Cena del Señor. ¿Pero cómo promueve esto el crecimiento cristiano saludable? Del mismo modo que oír la exposición de las Escrituras; pues estas señales son palabras visuales mediante las cuales Cristo nos hace volvernos a Él mismo y nos llama a vivir en su presencia para su gloria. En la fe, entonces, miramos por encima de las señales al Salvador y somos llamados por su gracia y nos consagramos de nuevo a vivir para su honra.
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